Liberal en tierras rojas
Algo tenía ya entre manos cuando preparaba todo para irme de viaje, y era que debía alejarme unos días, algunos al menos, de la política. No me he conectado desde hace dos semanas en Laissez-Faire y he leído el periódico tan sólo para actualizarme en lo que concierne al terrible atentado de Londres. Asimismo, y muy a pesar de todo, alejarme de la política por unos días ha sido algo sustancialmente imposible. Se trata de un artículo muy personal, pido perdón por ello, por romper, sólo en este caso, con el modelo editorial de la página. Es algo poco habitual en mí, pero no me aburrí escribiéndolo, que es importante, y no tengo ningún problema en publicarlo.
Al llegar a Barcelona, mi primer destino, descubrí ojeando un mapa, que al nordeste de la zona central existe una Plaza llamada Karl Marx, que no resultó ser más que lo que su nombre indica: una rotonda fría, contaminada y aislada, sumamente europea (con todo el orgullo del mundo), que algún hombre de bien decidió construir en la hermosa ciudad catalana. A pesar de todo, no me impresionó. He conocido plazas peores, y no puse ningún impedimento en dar un paseo turístico por los monumentos marxistas que tanto nos hacen recordar, resonantes para muchos, que después de los Pirineos, a tres pasos de distancia, está Francia. Sobre todo para quienes aún añoran guillotinas, y alguna que otra canción de Edith Piaf.
Pero Barcelona no lo era todo: decidí viajar en barco hasta Italia, desde donde escribo las primeras letras de esta bitácora de viaje. Cuando se hizo de noche salí a la proa y descubrí que el frío del oscuro mediterráneo es atroz, mucho más atroz, pensé, para los pobres magrebíes que escapan en pateras desde África hacia Europa, buscando, casi siempre en vano, una vida mejor. Y recordaba a los que una vez emigraron a América desde Europa consiguiendo esa mejor vida, el sueño que finalmente veían hacerse realidad. El frío de proa no me dejaba pensar más y decidí pasar al interior de la nave antes de coger algún resfriado.
Al ponerme a hablar con uno de los empleados del barco descubrí que más de la mitad de los tripulantes eran cubanos. Algún significado debía tener. Todavía existen cubanos comunistas, así que, al profundizar la conversación con uno de ellos, decidí rodear un poco el tema evitando posturas. Como bien diría el imparcial, solté: “Quiero ir a Cuba, sobre todo para ver como es eso del socialismo.” El pobre cubano sonrío –no sé si sería burla- y zanjó:
“No hay nada que ver. El socialismo no funciona y nunca funcionará -se me puso la piel de gallina-. Todo lo que escribieron Marx y Engels en ese libro –dijo- es mentira. Yo trabajo aquí porque le salgo muchísimo más barato a los italianos. (...) Vivo en Cuba, pero trabajar aquí me dio la oportunidad de salir de la isla por primera vez en mi vida. Paso cuatro meses allá con mi familia y son unas vacaciones… El socialismo supuestamente dice que somos todos iguales. En Cuba no existe la igualdad. Para nada. Por suerte se me asigna un sueldo mucho mayor al de la gran parte de las personas de allá, pero no me sirve de nada. No puedo ir a un hotel si lo deseo porque soy cubano. No puedo hacer uso de ningún bien de alquiler porque soy cubano. Mi hermano tiene treinta años y nunca ha salido de la isla, por el simple hecho de que es cubano.”
Aunque debía sentirme bien conmigo y con mis ideas, más bien sentí pena, ya saben porqué. Y luego pasamos a mí. Dijo:
“Tú por ejemplo tuviste que irte de Venezuela porque eso está muy mal, me imagino. Hugo Chávez quiere hacer lo mismo que Fidel Castro…”
La conversación continuó unos minutos más. Valía la pena hablar con alguien que hubiera saboreado, con valiosa repugnancia, el amargo sabor del socialismo y sus consecuencias. Recordé a un amigo cubano que en Madrid trabaja como portero del restaurante hispano-cubano. Logró llegar a España porque viajaba a una conferencia en Rusia –en 2002 Cuba y Rusia aún mantenían control de viajeros cubanos, y aún lo mantienen. Para que no se escapen.- El avión se detuvo a repostar en Barajas y una oleada de cubanos, entre ellos él, salieron del aparato para pedir asilo en tierras españolas. Por suerte lo lograron. Asimismo, cada vez que hablaba de Cuba se le nublaban las pupilas y decía que apenas se muriera Castro pensaba regresar a la isla más rápido que inmediatamente.
Y luego recuerdo a los nostálgicos jóvenes, y no tan jóvenes, pero sí todos europeos, hablar con ímpetu del socialismo y sus beneficios. Soltando frases tan utópicamente ridículas y doctrinarias que me da vergüenza ajena citar en Laissez-Faire.
Ya en Italia visité los monumentos romanos más famosos, entre ellos el antiguo foro romano. Así me hacía una idea de lo que fueron los imperios y lo que son los imperios. Una vez un -sabio para muchos- compañero me dijo que “gracias al imperialismo fascista estadounidense y sus guerras por petróleo, la globalización estaba plastificando, con comida rápida, al mundo.” Podía sentir como brotaba el odio por sus poros mientras sentía a su vez un placer único al hacer apología de su ignorancia en público. Sus circunstancias, digo para excusarlo, no le permiten ver más allá de lo que Europa le permite ver: vive atado a la caverna griega que acunó la filosofía, de ver las sombras del mundo, reflejo de lo que dice la televisión pública, la que pagamos todos, y de nuestros funcionarios, héroes nacionales, que predican, en lenguas laicas, lo que se debe pensar y lo que no.
Yo a mi amigo le dije, utilizando el método Revel (mayéutica, ironía y respeto), que buscara algún restaurante de comida rápida en el centro de Madrid. Que caminara unos pasos más hacia cualquier dirección y que, del mismo modo que encontró el restaurante imperialista, encontraría uno chino, uno de comida tailandesa, uno japonés, uno italiano, alguno mexicano, uno vasco, francés, podía comer Kebabs o Hot Dogs si lo deseaba. Claro está que Turquía no es Estados Unidos, que es nuestro peor enemigo y es el imperio del mal, porque lleva a donde no existe la democracia, las libertades individuales y el maquiavélico y egoísta neocapitalismo salvaje que predijo Smith al ver como las naciones se hacían más materialistas, vacías de humanismo y poco fraternales.
Visitar ciudades como Roma hace que me sienta orgulloso de Madrid en muchos aspectos, sobre todo en limpieza y transporte. No se me hizo difícil adivinar de qué partido era el alcalde romano.
Compré una bandera norteamericana –en España no se consiguen-. El hombre que me la vendió me recomendó que no la sacase de la bolsa hasta llegar al hotel. Le dije humildemente que no me estaba quedando en ningún hotel y entonces dijo sonriendo que no la sacara de la bolsa hasta salir de Italia. No fue poco. La propaganda comunista en las paredes romanas es colosal. Y el antiamericanismo no es un sentimiento exclusivamente galo, ni español.
Y ahora escribo desde el barco, de vuelta. Se empieza a ver el contorno de la costa: aún no sé si se trata de Montpellier, Carcassonne, Perpignan, o tal vez la España de Larra –quien no dudaría de pegarse otro tiro al ver lo que somos hoy-. Una bandera en el puerto… ¡la de Cataluña! la gente se abre paso entre los rincones del exterior del barco para saludar, no con el puño en alto por suerte, pero desde anoche un par jóvenes gallegos no paran de decir que “los ingleses se merecían su atentado, por fascistas”. El peso del aire es distinto, el cielo es cada vez más azul, las olas son suaves, el mar se tiñe de rojo. ¡Bajen anclas, suban impuestos! Hemos llegado de nuevo a casa: España, creo.
Al llegar a Barcelona, mi primer destino, descubrí ojeando un mapa, que al nordeste de la zona central existe una Plaza llamada Karl Marx, que no resultó ser más que lo que su nombre indica: una rotonda fría, contaminada y aislada, sumamente europea (con todo el orgullo del mundo), que algún hombre de bien decidió construir en la hermosa ciudad catalana. A pesar de todo, no me impresionó. He conocido plazas peores, y no puse ningún impedimento en dar un paseo turístico por los monumentos marxistas que tanto nos hacen recordar, resonantes para muchos, que después de los Pirineos, a tres pasos de distancia, está Francia. Sobre todo para quienes aún añoran guillotinas, y alguna que otra canción de Edith Piaf.
Pero Barcelona no lo era todo: decidí viajar en barco hasta Italia, desde donde escribo las primeras letras de esta bitácora de viaje. Cuando se hizo de noche salí a la proa y descubrí que el frío del oscuro mediterráneo es atroz, mucho más atroz, pensé, para los pobres magrebíes que escapan en pateras desde África hacia Europa, buscando, casi siempre en vano, una vida mejor. Y recordaba a los que una vez emigraron a América desde Europa consiguiendo esa mejor vida, el sueño que finalmente veían hacerse realidad. El frío de proa no me dejaba pensar más y decidí pasar al interior de la nave antes de coger algún resfriado.
Al ponerme a hablar con uno de los empleados del barco descubrí que más de la mitad de los tripulantes eran cubanos. Algún significado debía tener. Todavía existen cubanos comunistas, así que, al profundizar la conversación con uno de ellos, decidí rodear un poco el tema evitando posturas. Como bien diría el imparcial, solté: “Quiero ir a Cuba, sobre todo para ver como es eso del socialismo.” El pobre cubano sonrío –no sé si sería burla- y zanjó:
“No hay nada que ver. El socialismo no funciona y nunca funcionará -se me puso la piel de gallina-. Todo lo que escribieron Marx y Engels en ese libro –dijo- es mentira. Yo trabajo aquí porque le salgo muchísimo más barato a los italianos. (...) Vivo en Cuba, pero trabajar aquí me dio la oportunidad de salir de la isla por primera vez en mi vida. Paso cuatro meses allá con mi familia y son unas vacaciones… El socialismo supuestamente dice que somos todos iguales. En Cuba no existe la igualdad. Para nada. Por suerte se me asigna un sueldo mucho mayor al de la gran parte de las personas de allá, pero no me sirve de nada. No puedo ir a un hotel si lo deseo porque soy cubano. No puedo hacer uso de ningún bien de alquiler porque soy cubano. Mi hermano tiene treinta años y nunca ha salido de la isla, por el simple hecho de que es cubano.”
Aunque debía sentirme bien conmigo y con mis ideas, más bien sentí pena, ya saben porqué. Y luego pasamos a mí. Dijo:
“Tú por ejemplo tuviste que irte de Venezuela porque eso está muy mal, me imagino. Hugo Chávez quiere hacer lo mismo que Fidel Castro…”
La conversación continuó unos minutos más. Valía la pena hablar con alguien que hubiera saboreado, con valiosa repugnancia, el amargo sabor del socialismo y sus consecuencias. Recordé a un amigo cubano que en Madrid trabaja como portero del restaurante hispano-cubano. Logró llegar a España porque viajaba a una conferencia en Rusia –en 2002 Cuba y Rusia aún mantenían control de viajeros cubanos, y aún lo mantienen. Para que no se escapen.- El avión se detuvo a repostar en Barajas y una oleada de cubanos, entre ellos él, salieron del aparato para pedir asilo en tierras españolas. Por suerte lo lograron. Asimismo, cada vez que hablaba de Cuba se le nublaban las pupilas y decía que apenas se muriera Castro pensaba regresar a la isla más rápido que inmediatamente.
Y luego recuerdo a los nostálgicos jóvenes, y no tan jóvenes, pero sí todos europeos, hablar con ímpetu del socialismo y sus beneficios. Soltando frases tan utópicamente ridículas y doctrinarias que me da vergüenza ajena citar en Laissez-Faire.
Ya en Italia visité los monumentos romanos más famosos, entre ellos el antiguo foro romano. Así me hacía una idea de lo que fueron los imperios y lo que son los imperios. Una vez un -sabio para muchos- compañero me dijo que “gracias al imperialismo fascista estadounidense y sus guerras por petróleo, la globalización estaba plastificando, con comida rápida, al mundo.” Podía sentir como brotaba el odio por sus poros mientras sentía a su vez un placer único al hacer apología de su ignorancia en público. Sus circunstancias, digo para excusarlo, no le permiten ver más allá de lo que Europa le permite ver: vive atado a la caverna griega que acunó la filosofía, de ver las sombras del mundo, reflejo de lo que dice la televisión pública, la que pagamos todos, y de nuestros funcionarios, héroes nacionales, que predican, en lenguas laicas, lo que se debe pensar y lo que no.
Yo a mi amigo le dije, utilizando el método Revel (mayéutica, ironía y respeto), que buscara algún restaurante de comida rápida en el centro de Madrid. Que caminara unos pasos más hacia cualquier dirección y que, del mismo modo que encontró el restaurante imperialista, encontraría uno chino, uno de comida tailandesa, uno japonés, uno italiano, alguno mexicano, uno vasco, francés, podía comer Kebabs o Hot Dogs si lo deseaba. Claro está que Turquía no es Estados Unidos, que es nuestro peor enemigo y es el imperio del mal, porque lleva a donde no existe la democracia, las libertades individuales y el maquiavélico y egoísta neocapitalismo salvaje que predijo Smith al ver como las naciones se hacían más materialistas, vacías de humanismo y poco fraternales.
Visitar ciudades como Roma hace que me sienta orgulloso de Madrid en muchos aspectos, sobre todo en limpieza y transporte. No se me hizo difícil adivinar de qué partido era el alcalde romano.
Compré una bandera norteamericana –en España no se consiguen-. El hombre que me la vendió me recomendó que no la sacase de la bolsa hasta llegar al hotel. Le dije humildemente que no me estaba quedando en ningún hotel y entonces dijo sonriendo que no la sacara de la bolsa hasta salir de Italia. No fue poco. La propaganda comunista en las paredes romanas es colosal. Y el antiamericanismo no es un sentimiento exclusivamente galo, ni español.
Y ahora escribo desde el barco, de vuelta. Se empieza a ver el contorno de la costa: aún no sé si se trata de Montpellier, Carcassonne, Perpignan, o tal vez la España de Larra –quien no dudaría de pegarse otro tiro al ver lo que somos hoy-. Una bandera en el puerto… ¡la de Cataluña! la gente se abre paso entre los rincones del exterior del barco para saludar, no con el puño en alto por suerte, pero desde anoche un par jóvenes gallegos no paran de decir que “los ingleses se merecían su atentado, por fascistas”. El peso del aire es distinto, el cielo es cada vez más azul, las olas son suaves, el mar se tiñe de rojo. ¡Bajen anclas, suban impuestos! Hemos llegado de nuevo a casa: España, creo.